lunes, 14 de marzo de 2011

Elegía para un velefiqueño

La última vez que te ví nos peleamos. No recuerdo el motivo ni las palabras exactas; sólo se que me regañaste, seguramente con motivo. Y este es el único mal recuerdo que tengo de nuestra relación. Seguramente hubo varios momentos más, pero se han borrado de mi memoria.

Sin embargo, no acabamos peleados. Hubo una reconciliación telefónica antes de separarnos. Recuerdo que M. hablaba contigo y yo rondaba por allí temeroso y algo asustado. Pensaba: "Seguramente le está contando lo que hice y ahora me echará la bronca". Entonces ella me dijo algo así como "ven, ponte, que quiere hablar contigo". Yo no quería ponerme al teléfono y acerté a preguntar ¿por qué?. "Ponte, que te quiere decir una cosa." Estuve reacio poco tiempo más y finalmente me armé de valor y me puse al aparato entonando un débil hola. "¡Hola amigo! ¿Cuándo vas a venir para que nos peleemos otra vez?", dijiste en tono amable. Yo sonreí. No recuerdo nada más de la corta conversación que siguió, pero estas palabras no las olvidaré jamás. Al terminar ella me preguntó qué me habías dicho y yo escurrí el bulto con alguna mentira. En ese momento comprendí que no te habías chivado de nuestro incidente. Y este fué el último momento que viví contigo. Poco después desapareciste.
 

Es muy posible que este último recuerdo haya condicionado los posteriores. Quizá te haya idealizado,  aunque no sólo por esto, por supuesto. El caso es que si miro hacia atrás, me parece que los momentos más felices de aquella época son los que viví contigo.


Tus visitas inesperadas, improvisadas. Cada vez que veía el autobús pararse delante del bar sabía que esa noche tocaba escuchar un cuento; las historias, siempre las historias. Y cómo vivías los relatos que contabas. Todavía hoy recuerdo vagamente algunos retazos de "Juan sin miedo", que luego encontré en una antología en una versión distinta. Claro, tú hacías una versión libre, mucho mejor. O aquella adivinanza que decía: "cuarenta haces de perros, veinte perros cada haz, veinte uñas cada perro..."; mi primer problema matemático.
También me enseñaste a leer y a contar antes de empezar el cole. Y, lo más importante; no sólo me mostraste el mundo de las historias a través de la tradición oral, sino que además me enseñaste a amar los libros.

Aún recuerdo aquel verano en que dejé de gastarme el dinero que me dabas para sobres de muñequitos y empecé a comprarme mis primeras novelas; los pequeños libros de bolsillo de la Editorial Bruguerra, a 80 o 90 pesetas. Te debo todo lo que soy ahora. Sin la literatura no sería nadie, no sería nada; aunque quizá no lo sea.

Me acuerdo de cómo sembraste la semilla en mi cabeza. Estábamos en la planta sótano de Simago mirando libros. A. y yo hojeábamos cuentos y tebeos y tú dijiste algo así como: "Ya tenéis que ir dejando los cuentos y empezar a leer libros de verdad, como éste". Yo me acerqué y mi comentario fue "pero ¡si no tiene dibujos!". Discutimos brevemente sobre la cuestión, y finalmente concediste que podrían contener alguna ilustración. En aquel momento no me dí cuenta, pero ese fue el comienzo de todo. Es fácil verlo ahora; todo es más fácil a posteriori.


Recuerdo también como imitaba tus gestos: la manera de coger dos trocitos de pan cuando comías o la manía de llevar gorra incluso dentro de casa (lo que me costó varias burlas de P.) Al final, se convirtió en algo instintivo; simplemente me olvidaba quitármela incluso para comer. ¿Sería porque te admiraba?